Título adrede tentador para enfrentar la lectura, fuerte si se quiere, o por lo menos acusador. Porque si hay un ladrón (o ladrona) y no se sabe de quién se trata, cualquiera de nosotros podría serlo. Mi compañero de banco, mi amiga del alma, el docente que todos los días brinda lecciones de vida, yo mismo. Nadie, todos, cada uno de nosotros puede convertirse en un ladrón.
La escuela no es un mundo aparte, sino que forma parte del mundo, nada de lo que pueda pasar en su interior debería asombrarnos. Lo que no nos exime de la responsabilidad de educar en valores que permitan transformar para mejor el mundo en que vivimos.
La escuela es un gran muestrario donde se exhibe en un espacio reducido una amplia gama de las características de nuestra sociedad actual, muchas de ellas asociadas al consumo. Desde la última zapatilla o el último celular que salió al mercado, hasta la última cartuchera más sofisticada y los últimos útiles escolares, la escuela es una gran vidriera que causa la misma tentación que una vuelta de fin de semana por el shopping.
Las desigualdades se ponen en evidencia dentro de la escuela como en cualquier lugar de la tierra.
La sociedad ha creado sus herramientas para combatir el latrocinio, desde la pena de muerte y la mutilación de dedos o manos, hasta instrumentos que intentan evitar antes de condenar, como rejas, alarmas y cámaras de seguridad. Instrumentos que, por otra parte, no han hecho más que privarnos de otras de nuestras libertades, más allá de las materiales.
La escuela no posee cámaras digitales en las aulas, no posee policías o vigilancia privada, tampoco contrata detectives privados para encarar investigaciones internas, mucho menos tiene la posibilidad de iniciar acciones coercitivas para determinar la culpabilidad o no de cada uno de sus integrantes ante un hecho de robo.
La escuela es un ámbito en que individuos de una determinada (y amplia) franja etaria, por lo general de diferentes clases sociales, diferentes culturas y diferentes posiciones ante el mundo y ante los demás, conviven una determinada cantidad de tiempo, se relacionan, generan tensiones, odian y aman, se pelean y se reconcilian, aprenden juntos o en soledad, tienen prejuicios, amplios o reducidos mapas mentales, creen en su Dios o descreen de todo, levantan un pequeño papel del salón o escriben las paredes, se fanatizan ante un cuadro de fútbol o una banda musical, no pudieron comer bien las últimas 24 horas o cargaron su mochila de golosinas, tienen frío o calor, se sienten cómodos y cuidados o todo les viene mal.
La escuela tiene el deber, la obligación de educar a nuestros hijos, juntos, más allá de sus diferencias sociales y culturales. Pero no tiene en sus manos la posibilidad de mejorar el mundo de un día para el otro, como un pintor podría hacerlo tapando un graffiti en una pared. En todo caso, taparlo no sería la solución, sino intentar que ello no volviera a suceder. Pero así como taparlo podría demandar un par de horas o menos, intentar que ello no volviera a suceder no podrá hacerse en un par de horas, incluso jamás comprobaremos que nuestras acciones hayan dado buenos resultados.
La escuela es parte del mundo. Y en un mundo del consumo, la escuela es parte de ese consumo.
Quizás la solución sea ser más humildes, valorar las cosas simples y espirituales más que las materiales, reflexionar sobre lo que nos hace felices, no herirnos ni herir, pensar que no necesitamos lo que nos sobra.
Quizás la solución esté más cerca de lo que pensamos.
Quizás la solución sea más simple y esté más cerca de lo que somos y no de lo que queremos ser.
Prof. Ariel Rotondo, Rector del ISE (Una reflexión ante un hecho ocurrido la semana anterior)
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07 mayo 2017
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